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Anneliese Meyer

Son casi las diez de la mañana y Anneliese Meyer acaba de levantarse. Desde hace un buen tiempo le cuesta levantarse algunos días. Y luego le sobreviene esa tristeza. Y eso que el Hogar Adolfo Hirsch para ella en cierto modo es su hogar desde casi media eternidad. Está sentada en su cama recién hecha en su pequeña habitación, se peina el pelo y dice: «hay muchos días, en los que vale la pena levantarse, pero a veces no».

© Tim Hoppe

© Tim Hoppe

Antes de mudarse a este geriátrico en San Miguel trabajaba allí como enfermera en jefe y les enseñaba a las alumnas cómo cuidar a personas ancianas según el estándar alemán. «Antes yo me ocupaba de los otros y hoy se ocupan de mí». Ese es el orden natural de las cosas y ella lo sabe. Cuando pasa revista a su larga vida también sabe que su profesión le salvó la vida. Pero posiblemente nunca hubiera aprendido su profesión, si su vida no hubiera estado amenazada.

«Ni siquiera sabíamos que Levi era un apellido judío.»

Un día el padre de Anneliese llega a su casa y les dice a sus tres hijos, «Ustedes tienen que aprender algo práctico, para que puedan emigrar».
Anneliese nace el 20 de mayo de 1912 en Düsseldorf como hija del matrimonio de actores Paul Henckels y Cecilia Brie. Ambos padres son medio judíos según las leyes raciales de los nacionalsocialistas, lo cual hasta 1933 no juega un papel en la vida de la familia. «No sabíamos nada acerca de eso,» recuerda la hija hoy, «incluso nos bautizaron según la religión católica.» Recuerda al señor Levi que les daba clases de dibujo. «Ni siquiera sabíamos que Levi era un apellido judío. ¡Un ser humano era un ser humano!»

Anneliese y sus hermanos se educan en la «Freie Schul- und Werkgemeischaft» (Comunidad escolar y laboral libre), una granja escolar en Letzlingen cerca de la ciudad de Magdeburg porque sus padres, que entretanto se habían divorciado, estaban siempre de viaje actuando en cine o teatro. Anneliese también se queda en la escuela durante las vacaciones de verano porque a su madrastra le dan ataques de jaqueca cuando los niños están con ella. En el verano de 1933, «cuando el hitlerismo ya había comenzado», según lo expresa Anneliese Meyer, un día vienen hombres de la SA y se llevan al director. Cierran la escuela pero a Anneliese le permiten quedarse un par de días porque uno de los hombres de la SA también es actor y admira mucho a su padre.

Gustaf Gründgens la protegió

Con el objetivo de emigrar, la joven de 21 años decide hacer el aprendizaje de enfermera. Una amiga de la infancia del padre entretanto trabaja como superiora en el Paulinenhaus, un hospital de Berlín. Paul Henckels la llama por teléfono y dice: «Oye, mi hija tiene que emigrar, pero no puede aprender en ningún lado, tiene sangre judía.» Y ella le contestó: «Mándamela.» Anneliese cursa el aprendizaje y lo concluye con el título de enfermera. «Nadie se enteró que yo tenía sangre judía, porque ella guardó el secreto.» También el padre tiene un protector, así lo cuenta la hija. Su ex alumno y colega Gustaf Gründgens lo protegió.

«Naturalmente fue muy difícil abandonar Alemania.»

Pero Anneliese y sus hermanos y también la madre tienen que abandonar el país. Uno de los colegas de Anneliese es médico en la embajada argentina en Berlín y por eso se entera de que en Buenos Aires buscan a una enfermera para recién nacidos que hable alemán. La recién diplomada Anneliese hace sus maletas y abandona a su país en 1936 con un contrato de trabajo, según recuerda la anciana de 93 años. «Naturalmente fue muy difícil abandonar Alemania, sobre todo porque yo no sabía qué me esperaba .» Más tarde también su hermano llega a la Argentina como agricultor y una organización judía envía a la hermana como camarera a Nueva Zelanda. Su madre también llega a la Argentina con el apoyo de amigos antroposóficos.

Uno de los hombres le gusta mucho

Buenos Aires le gusta a Anneliese Henckels mucho más de lo que hubiera creído. Es curiosa y explora la ciudad en su tiempo libre. Con el tiempo también aprende el español. Y canta en un coro judío-alemán, pues ya en Alemania le encantaba cantar. Uno de los hombres le gusta mucho. Se llama Fritz. Cuando un día va de paseo con otros miembros del coro en Tigre y ven a un perro salchicha Fritz le dice, «cuando estemos casados también vamos a tener un perro salchicha». La anciana dama entretanto está sentada completamente arrreglada en una silla frente a la mesa y al acordarse de esa situación tiene una mirada feliz. Ella entonces le preguntó „¿qué es lo que Ud. quiere?“ Y él le contestó como evidente, «sí, sí, me quiero casar con usted.» Y así se casó en su primer matrimonio con un músico „que no pudo serlo por culpa de Hitler», según ella.

Fritz es un filántropo muy comprometido y participa con afán en la Asociación Filantrópica. Por eso es obvio que también la joven esposa participe. Tienen dos hijas y se acomodan en su nuevo país. Poco más tarde Fritz muere de un infarto. Así que fue una suerte, así lo cuenta, que el Hogar Adolfo Hirsch seguía creciendo y que la comisión quisiera emplear a una enfermera en jefe. Y así comienza a trabajar al servicio de la Asociación Filantrópica Israelita y poco más tarde conoce a su segundo marido cuyo nombre lleva hoy.

«No entiendo por qué la gente anciana tiene que arrastrarse hasta la muerte»

Está excelentemente familiarizada con el hogar y la tratan preferentemente, según dice. Muchos la conocen de aquellos tiempos en los que ella tenía las riendas en la mano. «Si quiero algo, «Anneliese…» hace un gesto con la mano como diciendo, que le otorgan todos los deseos. Pero eso no le ayuda mucho cuando le sobreviene esa tristeza plomiza.
Nunca más volvió a Alemania, «No quería volver a repetir ese adiós». Esa despedida posiblemente es una de las razones por las que muchas veces está triste. Pero ella no es la única en el hogar. Lo bueno es que muchos la acompañan en su dolor. Hace poco se encontró con el director en el pasillo. Y él le preguntó, «Anneliese, ¿como está?» Y la ex enfermera en jefe le contestó: «Estoy depresiva. Ya no tengo más ganas. No entiendo por qué la gente anciana tiene que arrastrarse hasta la muerte.» Entonces él me dijo, «¿Cómo puede decir eso? Eso no se parece a Ud. en absoluto. Pero ¡vamos, arriba! ¡Siga adelante!» Y entonces ya se sintió un poco mejor.